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Hotel

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Carlos Martínez

Mientras la tarde sucede allá afuera, en esta habitación de hotel me pierdo en algunas abstracciones. Un perchero con tres ganchos, y su resplandor de metal cromado sobre una placa de madera, cuya superficie muestra un evidentemente paso del tiempo falso en su superficie, me llevan a lugares a los que no sé si habría llegado de no ser por esta escena en la que, un poco más abajo, a unos cuarenta o cincuenta centímetros, se dispone una silla con un respaldo y un asiento tan rígidos que cualquiera que se sentara ahí terminaría por convertirse en un autómata. Miro entonces el espejo, que me devuelve un reflejo descompuesto de mi mismo: mi cuerpo, disminuido, sobre una cama que me engulle y las sombras de mi rostro acentuadas por el efecto ascéptico de una luz blanca. En esta soledad de hotel los muebles me hablan, me dicen cosas que no entiendo. Poco a poco entró en diálogo con ellos, con ese crujir que dejan escapar por el efecto de un cambio de temperatura en el ambiente. 

Detrás de una pesada cortina parda que parece escurrirse, con mansedumbre, desde el suelo hasta el piso, advierto que la noche ha sucedido, y que en el espejo, mi rostro, no es el mismo. Sobre mi caen, fulminantes, los signos de la acumulación de los días, del paso de los años. Sentado al borde de la cama, palpo, con las plantas de los pies, la textura suave de un tapete; luego, la superficie dura y fría de un fingido piso de madera. Agua caliente que escurre, desordenada, por la regadera, se acumula en las baldosas blancas del baño antes de irse en un pequeño remolino hacia el drenaje; el vapor, lentamente, domina la habitación y opaca los cristales. 

El jabón, su escasa espuma, sus desconocidos ingredientes, su poca calidad, resecan mi rostro que, en cada gesto, me produce una sensación de rigidez, como si las muecas que repito ante el espejo empañado perduraran en la dermis todavía unos segundos después de desaparecer en el reflejo. Húmedo, me tiro en la cama y espero que esta atmósfera densa termine de secarme. En el techo y sus grietas encuentro distracción y acaso también sosiego. Pasan los minutos y las horas. Alguien llama a la puerta, pero la habitación se encoge, ya no alcanza, ya no es suficiente. Salimos a la noche, a su rumor inapagable. Desde un puente, a lo lejos, el letrero luminoso del hotel me fija un recuerdo. Todavía quedan algunas horas antes de que la madrugada se extinga, todavía se puede romper la soledad.

Papeles sin clasificar.

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