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Qué es el neoliberalismo, y para qué sirven los economistas

paraísos-fiscales

Ismael Carvallo

He leído con mucho interés la última obra de Robert Skidelsky ¿Qué falla con la economía? Manual urgente para combatir la incertidumbre (Deusto, 2022), un libro que se plantea la pregunta sobre el papel, lugar y utilidad de la Economía como disciplina y del economista como profesión. 

Skidelsky es tal vez la máxima autoridad sobre la vida, obra y legado de John Maynard Keynes, siendo realmente insuperable su monumental biografía en tres tomos aparecida desde la década de los 80 del siglo pasado y organizada según los títulos siguientes: John Maynard Keynes: Hopes betrayed, 1883-1920 (volumen I, de 1986), John Maynard Keynes: the economist as savior, 1920-1937 (volumen II, de 1994) y John Maynard Keynes: fighting for freedom, 1937-1946 (volumen III, de 2001). En 2005, publicó una suerte de versión abreviada de su oceánica trilogía bajo el título John Maynard Keynes, 1883-1946: economist, philosopher, statesman

Los conceptos utilizados para los títulos de todos los libros son muy atinados y reveladores del perfil que para Skidelsky tuvo Keynes, sobre todo los del tomo dos de la trilogía: el economista como salvador, y el de la versión abreviada, que en realidad lo resume todo: economista, filósofo y estadista. Keynes habría sido la encarnación más extraordinaria y fascinante del modelo por excelencia no ya del crítico de la economía política como lo fuera Marx (aunque Marx fue mucho más que eso), del gran académico como lo fueran Samuelson o Hayek, o del gran asesor de gobiernos, como lo fueran Galbraith o Friedman; Keynes –y aquí yo pondría también a Schumpeter, su contemporáneo, o a Kissinger en el terreno de la geopolítica– habría sido todo eso y algo más: un funcionario, un filósofo y un intelectual de alto nivel con un grado de influencia de primera magnitud en la marcha real de las cosas más allá de las aulas o del despacho de consultoría, que es lo que queda encapsulado en el último de los conceptos utilizados para su biografía abreviada: el concepto de estadista. 

Keynes el estadista habría sido efectivamente el hombre situado en una posición de defensa y reconstrucción del capitalismo en el contexto geopolítico de la Gran Depresión de 1929 y años subsecuentes, enfrentado al interior del sistema a la Escuela Austriaca (Von Mises, Hayek, Lionel Robbins), sin perjuicio de que uno y otro (los de Cambridge y los de Viena, así como los de la London School of Economics) lo que querían era salvar al capitalismo, y al exterior a la Escuela de Varsovia (Lange, Kalecki) y a la propia Escuela de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, que se movían en coordenadas marxistas y que lo que querían era transformar al capitalismo en comunismo, que suponía un colectivismo extremo y la desaparición del Estado previo paso por el socialismo, que implicaba el control y mantenimiento del Estado como fase transitoria, razón por la cual, en el siglo XX, y todavía en el XXI para el caso de China, todos los partidos comunistas que llegaron a gobernar o gobiernan, lo hicieron y hacen encabezando sistemas que llamaron y llaman socialistas, pero nunca comunistas.

En todo caso, podríamos pensar que, para Skidelsky, la respuesta por el papel, lugar y utilidad de la Economía y del economista está ya dada, y encarnada, en la vida y obra de Keynes. El problema entonces es que hubo una desviación fundamental del “modelo Keynes” en la enseñanza y el ejercicio de la disciplina, que desembocaría en lo que refiere en su libro un poco ambiguamente como “corriente dominante” (mainstream) en el pensamiento y la docencia económicos, y que sabemos –aunque nunca especifica demasiado– que se trata del conjunto de teorías, criterios y metodología de inspiración neoclásica que a partir de la década de los setenta del siglo pasado se consolidó como síntesis teórica y política de los planteamientos de la Escuela marginalista (Jevons, Menger, Walras, von Mises) y el monetarismo de la Escuela de Chicago (Stigler, Friedman).

Se trata de la síntesis teórica que soporta y justifica lo que vulgarmente se conoce como neoliberalismo, y que se habría inaugurado en la práctica con la revolución conservadora de Reagan y Thatcher a partir del último tramo de la década de los 70 del siglo XX enderezada como reacción a la crisis inflacionaria por vía de costos de producción derivada del alza súbita de los precios del petróleo de 1973 que terminó haciendo inviable la financiación de los estados de bienestar europeos de postguerra inspirados en Keynes, precisamente, y que habría de consolidarse implacablemente tras la caída de la Unión Soviética como el paradigma indiscutible de la economía tanto en la teoría como en la práctica, encontrando no obstante su punto más bajo de prestigio y consistencia con la crisis global de 2008, un punto que acaso pudiera señalarse como el fin del ciclo neoliberal, o por lo menos tal sería el caso en cuanto al consenso o predominio teórico y doctrinario en el sentido que venimos diciendo (aunque Skidelsky siga considerando que se trata todavía, a pesar de los pesares, de la corriente “dominante”).

Es preciso apuntar no obstante, y esto es algo que no se focaliza en la discusión con el énfasis suficiente, que es falso que el neoliberalismo sea un debate en el que, dentro de la polaridad entre el mercado y el Estado, se privilegia y opta por el primero por la ineficiencias o abusos del segundo; esa es una formulación errónea del problema, tal como lo plantean Adam Tooze en Crashed: how a decade of financial crises changed the world, en español “Estrellado: cómo una década de crisis financieras cambió al mundo” (Viking Press, 2018), o Fernando Escalante en Historia mínima del neoliberalismo (El Colegio de México, 2015), además de que se trata en realidad de una falsa dicotomía que nunca tuvo en cuenta ni Marx ni Gramsci ni Polanyi, y asumirla como premisa, así sea poniéndose del lado del Estado, supone igualmente que se están asumiendo coordenadas liberales de análisis.

Y es que el neoliberalismo no es un privilegio desmedido del mercado frente al Estado, así como tampoco es la retirada o anulación de este último ni mucho menos: el neoliberalismo es una dinámica social (o formación ideológico-social) de alcances epocales mediante la que se ejecuta una apropiación oligárquico-elitista-tecnocrática de los gobiernos en tanto que matriz conductora del Estado –y por eso es tan atinada, o más atinada aún la tesis del presidente López Obrador según la cual el neoliberalismo es un neoporfirismo: los “científicos” de entonces son los tecnócratas de hoy–, para servirse de él –del Estado– en beneficio de un esquema internacional de acumulación que no se explica ya desde las coordenadas clásicas (es decir keynesianas) de la macroeconomía –que mide efectivamente los niveles de consumo, inflación y desempleo y los balances en el intercambio comercial, así como los criterios de manipulación de la política monetaria y la fiscal en función de una unidad de análisis fundamental: el Estado nacional soberano–, sino que se explica desde las coordenadas de las macrofinanzas, escala desde la que los fundamentos y la operación efectiva de la economía mundial se sacan del ámbito de los Estados nacionales y de sus controles gubernamentales y democráticos para moverse en una matriz supraestatal de cadenas de suministro globales y de balances financieros de unas cuantas macro-corporaciones en coordinación con la banca internacional, que controlan los resortes y flujos de la producción, el crédito y la generación financiera de valor. 

La reproducción social de este esquema, del lado de la gestión político-administrativa al interior de los Estados, se opera mediante un sistema educativo de élite que supuestamente produce “expertos” que luego se colocan en posiciones clave de los gobiernos, y, sobre todo, en un sistema de segundo piso de órganos autónomos supra-gubernamentales no democráticos de regulación y protección de la libertad de competencia para los que la política y los políticos son una incomodidad que estorba y debe hacerse desechable. 

Del lado de la sociedad y la economía, se opera mediante un sistema individualista, aspiracionista y hedonista de consumo centrado en la idea de felicidad que se manipula mercadológicamente a través de una red simbólico-estética de expectativas y posibilidades dinamizado, a su vez, por la idea de libertad y el emotivismo psicológico según los cuales todo, en la vida social y económico-productiva, funciona y se resuelve a partir de las emociones y la mentalidad, prescindiendo por tanto de las estructuras sociales, políticas, estatales y culturales y haciendo que la política, la historia y los políticos –y esto es lo que cierra la pinza– sean incómodos, que estorben, que deban hacerse desechables, porque lo que se requiere son técnicos (tecnócratas) apolíticos, aideológicos y ahistóricos. Si surge un político que esté en contra de todo esto, como el presidente López Obrador, se le echan encima todos con el adjetivo de populista o el de su variante bíblica: mesías.

Este esquema supranacional, según Tooze, Escalante o el mismísimo Lenin (léase si no Imperialismo, fase superior del capitalismo, de 1916) es lo que verdaderamente mueve al mundo y a la economía, razón por la cual uno de los factores clave del neoliberalismo en tanto que sistema de reorganización oligárquico-elitista de acumulación, y atención con esto, son los paraísos fiscales, como señala muy enfáticamente Escalante; o dicho de otra manera: la proliferación de los paraísos fiscales es internamente consustancial al neoliberalismo; no son una falla del sistema financiero internacional, son un elemento central de su mecánica interna. 

Encarar, controlar y reorganizar esto es lo que verdaderamente constituye el desafío más grande que tal vez haya existido jamás para la Política con mayúscula, es decir, que esto es lo que define hoy a toda razón política; y es esto lo que ha hecho decir con tanta razón a Steve Bannon que los únicos responsables de la crisis global de 2008 son las élites financieras que están en la cúspide del sistema, principalmente en Estados Unidos e Inglaterra, que en unos cuantos años pusieron de rodillas al capitalismo mundial con una implacabilidad que jamás hubieran podido soñar Lenin, Stalin, Mao, Fidel Castro y Hugo Chávez juntos, y que esto es lo que hace plenamente justificable la emergencia del populismo, ésta es la cuestión, como contraofensiva político-ideológica al globalismo de las élites financiero-progresistas; un populismo que él define con toda claridad, nitidez y rotundidad como un anti-elitismo.

Hoy nadie puede negar que la crisis de 2008 primero (que perturbó las finanzas a nivel global como nunca jamás había ocurrido en la historia), y la pandemia después (que perturbó la cadena de suministros y la producción mundial), son acontecimientos que nos permiten comprobar que toda esta explicación sobre el funcionamiento del neoliberalismo no es una burda teoría de la conspiración sobre supuestos planes cupulares (Club Bilderberg, Davos, etc.) mediante los que se definen los criterios de la dominación mundial, sino que es un análisis desde la economía política internacional basado en evidencias irrefutables y cuyas consecuencias pueden observarse en las tasas de desempleo en regiones específicas, en los niveles de generación de multimillonarios post-pandemia o en las tendencias geopolíticas actuales que apuntan a posibles cambios estructurales en la arquitectura financiera internacional en dirección a Asia como consecuencia de las decisiones de ciertos países clave (Arabia Saudita, China) de desplazar a Estados Unidos como el epicentro del sistema. 

Yo nunca pasé como alumno por las aulas de una Facultad de Economía, porque lo que estudié fue Ingeniería Industrial (mi formación marxista, histórica y filosófica ha sido completamente como autodidacta); sólo pasé por ellas como profesor, lo que no es suficiente para conocer las entrañas de la enseñanza de la Economía tal como se puede dar en México. En todo caso, Skidelsky, que tampoco es economista de formación sino historiador, dice que ‘las ciencias económicas ofrecen muchas cosas, pero prometen más de lo que pueden dar, y al asumir un cierto tipo de ser humano –el agente “racional”, con visión de futuro– subestima los costos de sus promesas… El ataque de Keynes contra la ortodoxia de su tiempo no era una crítica a la competencia de los economistas, sino a su metodología. Ésta es en la actualidad la propuesta de una reconsideración radical de su metodología. El economista neoclásico es un peligroso consejero en tiempos turbulentos, porque promete cosas que unos mercados incontrolados no pueden ofrecer… La creencia en que los mercados competitivos proporcionan espontáneamente estabilidad y equidad ignora la necesidad de conseguir que el sistema de mercado sea estable y equitativo por su propio diseño: una verdad que Keynes comprendió, pero que los economistas neoclásicos han ignorado con resuelta obstinación.’

El presidente López Obrador ha dicho en reiteradas ocasiones que con su gobierno se ha dado fin a la era neoliberal en México, iniciada en los gobiernos de De la Madrid y Salinas de Gortari. Tal vez eso tenga sentido cuando se entiende al neoliberalismo como él lo entiende, es decir, como neoporfirismo, esto es, como un burdo sistema de acumulación oligárquico-elitista-tecnocrático articulado a través de acuerdos entre élites políticas y económicas y aceitado por la corrupción, que ha llenado las cuentas en Andorra, las Bahamas o Panamá de un grupo compacto de millonarios y multimillonarios que, además de apátridas detestables y corruptos –por más que vivan en el lujo entre los hoteles y restaurantes de lujo de Londres, Miami y Madrid, y rodeados de costosas colecciones de arte–, se sienten dueños de México. 

Lo que está por desarrollarse es la nueva síntesis teórica alternativa, que podría elaborarse desde un nuevo enfoque materialista que tendría que contemplar a Marx, Ricardo, Keynes, Schumpeter y Piero Sraffa, así como los trabajos de Piketty y el mexicano Juan Noyola. 

Para Skidelsky, la corriente dominante en la enseñanza de la economía ve las relaciones macroeconómicas como el resultado acumulado de las decisiones racionales que toman productores y consumidores que piensan en el futuro dentro de un sistema de mercados competitivos. Mi libro de texto ideal en cambio, y a contracorriente, concluye entonces Skidelsky, 

daría la vuelta a la causalidad. Empezaría con las instituciones de la macroeconomía y demostraría cómo éstas estructuran los mercados y condicionan las elecciones individuales dentro de ellos. Esto es lo que harían unas ciencias económicas debidamente sociológicas. Los temas centrales serían el papel del Estado, la distribución del poder y el efecto de ambos en la distribución de la riqueza y los ingresos. No habría ninguna conjetura sobre el comportamiento individual, salvo que los individuos actúan tan racionalmente como pueden en la situación de conocimiento incompleto en la que se encuentran. Además, mi libro de texto dejaría claro que el único objetivo que defender de las ciencias económicas sería sacar a la humanidad de la pobreza. A partir de ahí, las lecciones de las ciencias económicas terminan, y en su lugar toman el relevo las propias de la ética, la sociología, la historia y la política. Los requisitos matemáticos de esta propuesta serían mínimos, aunque una comprensión adecuada de los usos y las limitaciones de la estadística resultaría fundamental. Siempre habrá un lugar para quienes saben resolver complejos rompecabezas, aunque tampoco deberíamos tomarlos demasiado en serio.’   

Yo, por mi parte, propondría primero que la Economía volviera a llamarse como lo hizo durante el primer período de gestación –el clásico– hasta antes de Alfred Marshall: Economía política (Ricardo: Sobre los principios de economía política y fiscalidad; Stuart Mill: Principios de economía política, con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social; Carlos Marx: Contribución a la crítica de la economía política), además de que su enseñanza debería de formar parte de una carrera mucho más amplia y mucho más ambiciosa intelectualmente (el sistema británico es el único en donde he localizado programas de ese tipo más o menos), que yo llamaría Gobierno, Economía política y Filosofía

Sólo así sería posible volver a conjuntar esos tres adjetivos tan importantes con los que Robert Skidelsky quiso resumir lo que para él significó para la historia su admirado John Maynard Keynes: economista, filósofo y estadista.

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