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El dilema del límite

Sodoma y Gomorra

Romina Rocha

Uno de los mayores problemas que nos impone la oleada de teorías de género es en torno a los límites, a esa delgada línea que separa (o separaba) lo que está bien de lo que no lo está. Esto, que a simple vista parece algo que cualquier ser humano con capacidad de reflexión puede comprender, resulta un gran desafío en esta posmodernidad en la que, aparentemente, el único límite que existe es el de cuestionar su desaparición.

Pero, aunque nos parece una gran novedad esto de ver extremismos manifiestos en prácticamente cualquier ámbito humano, no es más que el resultado de procesos que llevan miles de años atravesando las distintas capas de nuestro subconsciente hasta llegar a la raíz de nuestra propia identidad humana. Una vez allí, donde finalmente reside la esencia del hombre, lo que sea que ingrese va a transformarlo definitivamente, para bien o para mal. 

Y es que los límites existen justamente para filtrar, capa tras capa, la infinidad de posibilidades que existen por fuera de nosotros, que no somos más que una mínima expresión de la totalidad. Cada ser humano nace con el potencial de ser múltiples personas, pero hacia el final de su vida, tan efímera en relación a la historia y al propio tiempo, habrá sido apenas algunas de esas posibilidades consumiéndose hasta convertirse en una sola, integrada por todos los procesos que lo llevaron hasta ahí. 

Esos procesos están todos definidos y diferenciados entre sí gracias a los límites, que comienzan a aplicarse apenas ingresamos a este mundo. Dependiendo del lugar y la época en que se da este ingreso, los límites son unos u otros, y así ha sido desde que la vida como tal existe; no son un capital exclusivamente humano, sino que es una condición intrínseca a la vida misma. Así es como el pez no es tiburón, el hornero no es dragón ni águila, el árbol no es pasto y los hongos no son piedras. Sin embargo, gracias a la necesidad insaciable de algunos grupos de hombres a lo largo de la historia de la humanidad de traspasar los límites propios de la creación, llegamos a nuestra era divididos entre quienes abrazamos el regalo de ser humanos –con todas sus dificultades y desafíos– y quienes, renegando de nuestro potencial y las virtudes que bajo su gracia hemos conquistado, buscan destruir aquello que nos define para sustituirlo por prácticamente cualquier cosa, ya que la única condición (aparentemente) es que no se rija por las leyes y límites de la Naturaleza, sino por los caprichos de estos hombres que desprecian todo lo que no está bajo su dominio.

Entonces nos encontramos con que hoy, en lugar de propiciar las herramientas necesarias para que cada niño que llega a este mundo se convierta en su mejor posibilidad y que, desde esa máxima, pueda contribuir al desarrollo y evolución del conjunto, lo que se impulsa e impone es el proceso inverso: cualquier niño puede ser lo que se le ocurra, siempre y cuando la ocurrencia no sea ser simplemente un niño. Si éste fuera el caso, ya se va forjando la actualización de uno de los dispositivos más antiguos de coerción social que, aunque ahora se quiera disfrazar de la llamada “corrección política”, no es más que la vieja y conocida xenofobia

Este término, que refiere al odio hacia lo extranjero o a los extranjeros, es perfectamente aplicable a los mecanismos actuales mediante los cuales cualquier persona que se rehúse a acatar las normativas hegemónicas es señalado, perseguido y hostigado para “persuadirlo” de su “equivocación”. En otras palabras, quien no se aggiorne al mandato dominante, pasa automáticamente a ser un enemigo de la “libertad” y un dispositivo de “odio”. Esto, como se puede imaginar sin mayor dificultad, convierte a cualquier sujeto en alguien peligroso, lo que sugiere una respuesta “equivalente” al mal latente que, en teoría, representa.

Por lo tanto, quien no acepte que un hombre puede ser una mujer, que una mujer puede ser un hombre, o un perro, o un árbol, o una heladera, o un extraterrestre o cualquier cosa que hasta no hace tanto lo hubiera mandado directo a hacer una seria terapia psicológica o psiquiátrica, es señalado como el enemigo a combatir. Y aunque al leerlo parezcan ejemplos absurdos, lo cierto es que ya está sucediendo y ya hay personas que, incluso, se han mutilado partes de su cuerpo porque se “autopercibían” discapacitados (como la mujer inglesa que se tiró ácido en los ojos porque se creía ciega, se puede encontrar la noticia fácilmente en cualquier buscador).

Pero acá ni siquiera estos ejemplos son los más preocupantes porque, en última instancia, los adultos somos (o deberíamos ser) responsables de nuestros actos y sus consecuencias; el mayor de los peligros radica en el hecho de que estas “teorías”, basadas en un absoluto desprecio por la condición humana, son impuestas a los niños en cada vez más ámbitos y en cada vez más lugares en el mundo, exponiéndolos a la pérdida de su inocencia y de su posibilidad de decidir realmente qué tipo de vida quieren llevar. 

Uno de los puntos más alarmantes tiene que ver con algo que muchos advertimos años atrás, cuando los primeros eventos masivos en relación al feminismo ocupaban las primeras planas de todos los medios dominantes por igual y la atención era condicionada por primera vez a nivel global y al unísono. Pero en tanto la mayoría miraba cómo mujeres jóvenes gritaban enfurecidas, destruían instituciones y coreaban consignas que, puestas en boca de un hombre, serían motivo suficiente para tacharlos como sujetos de derecho, ocurría algo más profundo y sutil por debajo de la superficie: al insistir con la idea de “mi cuerpo, mi decisión”, se descartaba de plano el hecho de que una concepción implica la existencia de un cuerpo distinto al de la mujer que lo engendra. Esta idea fue una de las mayores precursoras del borramiento de los límites no sólo de la propiedad de los cuerpos, sino de la capacidad de las personas de discernir entre sus deseos y necesidades acordes a la etapa de la vida que atraviesan.

Porque además de incitar a señoritas menores de edad a realizarse abortos en caso de tener relaciones sin cuidado alguno (y sin el consentimiento de sus padres ni del otro progenitor), en lugar de enseñarles y educarlas al igual que a los varones para que puedan tener una etapa de iniciación a la vida sexual de forma responsable y consciente, se fue filtrando la idea de que “amor es amor” y, por lo tanto, no hay límites tampoco para manifestarlo. De esta premisa se desprenden todas las ideas pedófilas que durante milenios resistimos como especie, ya que incluso en los tiempos que hoy analizamos como “cavernícolas”, no había lugar para destruir el espacio sagrado de ningún niño. Por el contrario, los niños siempre fueron la garantía de porvenir y con ellos se guardaban los tesoros de la humanidad.

Términos como MAPs, que por sus siglas en inglés significa Minor Attracted Persons, lo que se traduce como “personas atraídas por menores”, nacen de los procesos expuestos hasta acá. Y aunque la gran mayoría de nosotros querría pensar que esto es tan sólo una exageración o alguna loca teoría conspirativa, lo cierto es que ya hay profesores en escuelas estadounidenses que le hablan sobre esto a menores de edad, concluyendo que “no hay que juzgar a las personas que quieran tener sexo con niños de 5 años”. Lamentablemente, esto es literal y es verificable accediendo a búsquedas por redes sociales donde hay sujetos mirando a cámara y explicando por qué esto es contenido “educativo” en la actualidad. También se puede corroborar buscando el material literario que se está usando en cada vez más escuelas y que está repleto de contenido sexual orientado a niños, donde directamente se naturaliza el hecho de que tener relaciones a cualquier edad es parte del descubrimiento de uno mismo.

No hace falta ir más lejos en detalles para que se entienda que todo esto es la muerte definitiva del alma humana, incluso para quien no crea en ella. ¿O acaso la reflexión y el sentido común no nos dicen que hay una marcada diferencia entre lo que está bien y lo que está mal? Pero el objetivo de este recorrido a través de los límites y sus usos es poder detenerse a pensar, luego de masticar y digerir las emociones que nos puede generar tal panorama, en la importancia que tienen las leyes y normativas que protegen a la humanidad de sí misma. 

Los límites existen para ordenar el caos y han sido forjados por el necesario equilibrio entre el hombre y la naturaleza. El caos intencionado tiene como objetivo destruir los límites y, con ellos, nuestra capacidad de discernir entre el bien y el mal. Y si no aceptamos esta simple regla que rige todo lo que existe en el infinito Universo, difícilmente seamos capaces de detener esta pulsión de muerte con la que algunos pocos, buscando convertirse en el Dios de la humanidad, nos envenenan cada día y por todos lados. 

 

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