Melchor J. J. Ramírez
Hace muchos años me duelen
tus largas manos callosas,
manchadas con grasa imborrable,
tensas como pinzas de acero.
Me duelen tus ropas grises,
marcadas por piedras de dolor,
tus zapatos desvencijados,
y tu fija boca roída de frío azul.
Me duelen tus ojos de diecisiete años,
mirando con tristeza a su alrededor,
mientras pensamientos confusos
siguen una línea recta vacía infinita.
Me duele tus diálogos solitarios,
tus golpes contra la dura realidad,
esa malla oxidada rayada con clavos
sobre el torso de tus sueños.
Me duele verte a lo lejos
en calles de muros manchados,
frotando tus cabellos con la pared,
extraviado, desorbitado y ajeno.
Me duele cuando tomas tu cabeza
con ambas manos y deseas
romperla contra esa desdicha
que día a día te habla por dentro.
Muchos dolores habitan mi alma,
al verte aquí y allá caminando,
durmiendo en una banca
o en calles sombrías y abandonadas.
Sé que muchas veces te asomas
a la cima amarilla del suicidio
y sientes su leve y blanco soplido
entre imágenes de tu caída.
Sé que acostumbras a beber veneno,
líquido espeso de noches violentas,
canciones con forma de niño maltrecho,
para adormecer recuerdos sin tiempo.
También sé que tienes la piel morena,
tela frágil para cubrir moretones y heridas,
en la que las lágrimas son invisibles
y la vergüenza se vuelve indiferencia.
Cuando te veo en el amanecer seco,
en los atardeceres goteando hambre
y en las noches apresuradas de mudez,
me invade un llanto interminable.
Somos hijos de temprano dolor,
de jornadas ajenas al dulce amor,
almas sin consuelo de luz,
mirando el barranco sin fin.