Félix Martínez
Mientras riego las pequeñas plantas que se encuentran en la venta, observo el claro del día y una enorme paz me inunda. Miro con detenimiento el reflejo de la luz en las hojas del árbol, y sus pequeños frutos rojos en forma de pequeñas espadas, que se encuentra frente al edificio en el que vivo. Como un recuerdo aún vivo e intenso, pienso en el mes de octubre del 2020 en que viví contagiado de COVID-19. El recuerdo me reactiva las horas que pasé viendo la calle 5 de febrero vacía, sin la agitación acostumbrada, y el profundo sentimiento de soledad por el enclaustramiento total.
Es justo en este momento que escucho el sonido lejano, casi muriendo, de un saxofón. Con el paso de los minutos, lo escucho más claro. En su creciente cercanía el sonido se percibe más y más triste, como un quejido repetitivo y agotado. El eco del saxofón, que rompe en las fachadas de las casas de la calle, no altera la inercia, con su melancolía flotando, de los transeúntes y vecinos indiferentes y acostumbrados a los músicos que pasan durante el día pidiendo dinero.
Nos hemos acostumbrado a su rutinaria presencia en toda la ciudad. Conocemos las letras de sus melodías casi todos los habitantes de la ciudad. Es poco frecuente que toquen canciones de moda, su repertorio es tonadas que se silban o murmuran desde hace dos o tres generaciones; son viejas canciones populares del mundo rural, ejecutadas por integrantes de bandas de viento de los pueblos de nuestro país. Mientras veo a unos niños corriendo en una de las aceras, recuerdo la letra de forma automática: Si vieras, yo como te recuerdo y en mis locos desvelos le pido a Dios que vuelvas… espero que tú, escuches esta canción… donde quiera que te encuentres espero que tú te acuerdes de mi como yo me acuerdo de ti.
Los músicos de los pueblos que andan por la ciudad provienen de pequeñas rancherías aisladas, marginadas, que tienen como casa-habitación un cuarto-recámara con catres y una cocina ennegrecida por el fogón prendido casi todo el día. Aprenden a tocar instrumentos de generación en generación para acompañar fiestas religiosas, familiares -nacimientos, bautizos, sepelios- y comunitarias. Su instrumento, obtenido con mucho sacrificio, tiene el valor de tesoro único. Es difícil saber dónde y cómo duermen estos músicos al llegar a la gigantesca Ciudad de México. Tienen una presencia evanescente, caminan lentamente por colonias enteras y al atardecer desaparecen sin ningún indicio. Al siguiente día, nuevamente surgen de la lejanía, renacen con su sonido estridente y se van con el calor, el frío o el viento de la calle.
Estos músicos nunca incluyen cantantes. Suelen ser sólo dos ejecutantes, normalmente es el padre, más la esposa e hijo o hija. Mientras uno o dos tocan algún instrumento (usualmente saxofón, trompeta, clarinete o trombón y tambor o tarola, incluso acordeón), el resto toca puertas y recibe monedas. Normalmente las obtienen más como limosnas que como reconocimiento artístico. La pobreza forma parte de su actuación. Su vestuario es extremadamente humilde: gorra o sombrero, playeras o blusas desgastadas o roídas, huaraches o tenis terrosos y rebozo en las mujeres. Los rostros dulces y morenos normalmente expresan una timidez que parece más una pesada carga de vergüenza. Escuchándolos y viéndolos con atención expresan una belleza delicada.
Es un sábado al mediodía. Hace calor. Frente a mi ventana, se escucha, ya con más fuerza, la melodía el tiempo pasa y no te puedo olvidar. Salgo a la calle y los miro. La familia es numerosa: la madre, el padre y cinco hijos. Dos niñas, de alrededor de 9 y 6 años, un niño de 7 años y dos bebés. Las niñas “mayores” se distribuyen estratégicamente en las dos aceras de la calle para tocar puertas. La niña mayor camina en la acera izquierda jugueteando, carga una mochila de plástico, viste pantalón de mezclilla y sudadera café, en una mano porta una pequeña cesta de plástico para el dinero y en la otra un dulce; a pesar de usar una gorra inclinada al piso, con formas militares, es posible ver un par de aretes largos, un rostro fino y una sonrisa breve y tímida. Toca una puerta y espera impaciente que la abran. Un niño, 20 metros atrás, da un salto y camina lentamente, viste un pantalón con figuras de piel de tigre verde y una camisa café que le llega a las rodillas, de pronto corre a toda velocidad y toca un zaguán blanco y espera paciente a que abran. En la otra acera una niña con vestido negro mayor que su talla, sudadera blanca y sombrero de paja estilo chino, se cuelga de la reja de una casa, toca y espera.
La madre, de silueta delgada y rasgos demacrados, pelo peinado en “coleta”, viste un pantalón deportivo rosa y una camisa gris grande. Su cara mantiene una expresión de agotamiento. Camina abajo de la banqueta y da leves empujones a una vieja carriola de la cual se asoman unos pequeños pies; del lado izquierdo de su cuerpo, sostenido por una correa cruzada, cuelga un pequeño tambor, el que golpea mecánicamente y sin variación alguna. Sonríe y mira su hijo que corriendo se acerca.
Unos 20 metros adelante camina el padre. Robusto, viste pantalón deportivo azul con rayas rojas, una playera café despintado y una gorra azul con la visera apuntando al cielo. Tiene en la boca un saxofón color oro lustroso con manchas oxidadas. Toca despacio. En la espalda carga una especie de mochila con un bebé, al cual sólo se le ven los pies, ya que una gorra de color azul cielo le cubre la mitad de rostro mientras duerme. El padre infla los cachetes… el tiempo pasa y no te puedo olvidar… camina pausadamente, con parsimonia voltea a ver a cada integrante su familia. Ejecuta la melodía con un tiempo adecuado, prolonga algunas notas, mueve los dedos con suficiente lentitud, por momentos cierra los ojos y repite la tonada… Si vieras yo como te recuerdo y en mis locos desvelos, le pido a Dios que vuelvas…
Entre juegos infantiles, miradas mutuas de la pareja, golpes fuertes al tambor y el sonido del saxofón, van recibiendo dinero y desaparecen a lo largo de la calle. A lo lejos, se ven sus sombras y los sonidos son ya imperceptibles… donde quiera que te encuentres…espero que tú te acuerdes de mi como yo me acuerdo de ti…