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Martha [Narrativa]

martha

Félix Martínez 

Dejé el libro sobre la mesa y caminé a la ventana para ver la lluvia. La recordé al ver escurrir las gotas de la lluvia en el cristal. Me inundó de sorpresa una alegre nostalgia. Pensé que quizás la edad me ha obligado a elegir inconscientemente momentos de dulzura o fue el clima de quietud y lo pausado que pasaban las horas, pero, como un cuadro recién pintado, surgió nítidamente en el cristal de la ventana el brillo de las miradas de Martha. La lluvia tiene un efecto de nostalgia y anhelo en mí; he buscado identificar la razón, pero no lo he alcanzado; ahora podría descubrir y saber si en algún rincón de mis emociones descansaba la lluvia como sinónimo de Martha. Cerré los ojos, erizados sentí la piel y el alma, una cascada poderosa de imágenes surgió, me estremecí y dejé fluir mis recuerdos; los concebí como cuando damos pausa a una película y se queda congelada la imagen, reanudando la historia una vez que estamos dispuestos a ver la conclusión; pensé que hay preguntas que exigen que pase el tiempo para dar con la respuesta correcta.    

En aquellos años, cuando llovía, una humedad viva en forma de vidrio me inundaba los dedos y el frío corría hasta mí antebrazo. Mi dedo dibujaba formas triangulares y circulares con el vaho de la ventana, mientras del pequeño árbol escurrían hilos transparentes en las tardes de lluvia. En esos momentos esperaba con deseo la llegada de Martha con sus grandes ojos negros, su larga sonrisa y sus suaves manos, su humanidad completa, a tocarme la nariz y la mejilla: estás frío, decía murmurando; empezaba a cantar: Allá en la fuente había un chorrito, se hacía grandote, se hacía chiquito…, me envolvía en una manta suave de cuadros rosa y azul, luego me cargaba y recostaba en su hombro para dejarme en un pequeño colchón gris que se encontraba en el piso. Esa canción susurrada en mi oído y el dulce rozar de mi mejilla con su cara me apartaban de todo y sentía que flotaba. Me acurrucaba y un calor apacible, pero sobre todo seguro, surgía mientras me daba un frágil beso. Bajo la manta, cerraba los ojos y dormía, deseando que nunca acabara ese momento. Los pasos de puntitas de Martha alejándose, me decían que su olor ya estaba en mí, era una sensación de plenitud infantil y ternura feliz. Recordé que me cuidaba entre las 8 am y las 16 horas de lunes a viernes, tiempo durante el cual pintaba toscas figuras, armaba juguetes de madera, corría entre canciones de fantasía y fábulas de animales. Comíamos con calma a las 14hrs ante la mirada tersa de Martha y Felipa la cocinera, siempre con un mandil demasiado grande para su esbelto cuerpo, eran alimentos de sabor dulce y suave, y al final leche caliente o té de manzanilla o limón. Era difícil para mí dejar la pequeña escuela, deseaba que el día no acabara para estar en esa atmósfera de amor. A veces mi emoción se desbordaba y parecía un pequeño salvaje, me castigaban encerrándome en un cuarto oscuro, llamado “de las escobas”; lo que me daba miedo era escuchar la voz de Martha lejana y ajena; su ausencia era lo más espantoso para mí. Mi apego a Martha me hacía feliz, tanto que empecé a asociarla con cualquier tipo de música y canción. Martha fue la dulce voz que habitaba en mis pensamientos y en mis contactos de piel. Ella me hablaba imitando la voz de un pequeño oso y nadie más recibía ese privilegio. Compartía conmigo sus voces y canciones susurrantes, sus fuertes y morenos brazos y su olor a miel oscura.    

Recordé que después de las 17 horas de todos los días y el fin de semana todo era distinto, me arrancaban violentamente de un cuenco aterciopelado y me dejaban solo entre un rumor de llantos; no recibía ternura y cariño, era sólo uno más de los tres hermanos de la familia; me sentía desolado porque mi madre vivía presionada y de mal humor por las tareas de su trabajo y la casa; su rostro enrojecido era la muestra de la desesperación. Mi madre consideraba más justo dedicar más tiempo para atender a mi hermana menor de edad, diciendo que siendo los dos mayores debíamos valernos por nosotros mismos; todos los días escuchábamos sus penurias y exceso de fatiga, además del reclamo por la ausencia de mi padre.  Yo en cambio, recordé, me oprimía por no sentir ese roce pausado y tibio de Martha. Las canciones en la casa eran tristes y la lluvia un continuo lamento, la comida parecía fría, las horas eran largas y vacías. Lloraba por cualquier motivo y no había abrazos ni caricias, sólo gritos o fastidio. Recordé que en esa época empecé a habitar dos mundos: uno, de lunes a viernes, imaginado como suave manta perfumada de frutas; otro, los fines de semana, de metal descolorido sin sabor. Esa dualidad se traspasaba a mi sentido del tacto, ya que no me daban ganas de, por ejemplo, buscar en mi padre algún contacto o caricia; cerraba los ojos y prefería pensar en Martha durante las noches. Me fui dividiendo rutinariamente, me encerraba en mis sueños y sentimientos, “despierta, pareces sonámbulo o tonto”, me dirían años más adelante. Recordé que sólo Teresita, niña de moños de colores y pestañas largas, mi compañera de escuela me decía que parecía triste, sin yo mismo saberlo, iba adquiriendo, poco a poco, un rasgo de nostalgia. 

Un lunes el mundo se fracturó por completo. Llegué ansioso a la escuela y no estaba Martha como siempre esperando en la puerta, estaba Felipa; desconcertado simulé que no pasaba nada, no quería que nadie supiera mi secreto. Inmediatamente Felipa me llevó junto al grupo de niños para recibir las órdenes diarias. Martha no aparecía. Pasaron los minutos y empezamos la rutina, yo me concentraba más en los cuchicheos de las otras maestras, notaba una atmósfera de secreto cuando me miraban, entonces supe que esa preferencia de Martha por mí no era un secreto. Sin contenerme grité Martha, se acercó Felipa, me dijo que se había regresado a su pueblo porque se iba a casar; mencionó que el viernes anterior había sido su último día de trabajo en la escuela, que estaba muy triste y dijo que extrañaría la escuela y mucho a mí. No entendía nada mientras lloraba; no sabía qué era casarse y cuando me lo explicaron me dio rabia.  Tuve días muy tristes, pareces enfermo decía mi madre, pero eran sobre todo las noches y los días de lluvia lo más difícil. A veces no podía dormir, me acurrucaba e imaginaba cantando a Martha, fue tan profunda la tristeza que recordé que fue la primera pérdida inexplicable; esa pérdida se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en una ausencia sin forma, como un fantasma rondando en los días de lluvia. Martha se fue sin despedirse, dejando impregnados sus brazos fuertes y su rostro moreno en mi cuerpo y su nombre como un rayo de ternura.  

Ahora comprendía lo que Martha me enseñó: dulzura viva, cálida, llena de humanidad desinteresada; era un amor sin motivo aparente, con seguridad le gustaba el aire tierno surgiendo en mis ojos por la humedad que dejaba la lluvia. Martha dejó una huella vacía que busqué llenar, pero jamás encontré nuevamente la melodía. Me pregunté adónde se van las personas que dejan sin saber huellas indelebles y son un soplo de alegría inmutable. La memoria es una caja de sensaciones e imágenes, con la edad y el tiempo reviven lo bello y los detalles diminutos de una mirada de ternura, es cómo si en la vida se anclan imágenes tan simples como la lluvia escurriendo en el cristal. Dejó de llover y en el cristal sólo diminutas partículas de agua quedaban, toqué el vidrio y sentí que renacía, como el brillo fresco y el color intenso que en las hojas de los árboles dejaba la lluvia.     

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