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El son de los viejitos [Narrativa]  

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Félix Martínez 

Son contados los lugares en la Ciudad de México con música en vivo y en los que se asiste exclusivamente a bailar. Se trata de pequeños mundos, que, al no ser famosos, permite que sus dueños sean la clientela y estén en un territorio de alegría y vitalidad. El son de los viejitos… Oye como dice mi sonsito para que lo bailen los viejitos… sólo se puede escuchar en dichos lugares. 

El Candela es un modesto inmueble de dos pisos, se encuentra en una transitada y populosa avenida en la orilla del Centro Histórico; la presencia del tiempo se muestra con el letrero que está en la entrada: favor de dejar los bultos en el guardarropa. De 16 a 22:30 hrs. se escucha a diferentes orquestas, una tras otra, por el precio de 100 pesos (precio que se conserva desde del año 2019, antes de la pandemia). 

Un músico francés-marroquí, Rachid Taha (1958-2018), durante una visita a la ciudad de México, y al pasear por la Ciudadela, dijo una frase que en este sitio cobra su verdadero peso: En México los viejos parecen jóvenes y los jóvenes viejos

La pista está completamente llena de parejas que, con elegancia envuelta en ingenio, recrean una sensación de sofisticación humilde. Entre pasos rítmicos y vueltas lentas, las parejas, algunas con cubrebocas, se tratan con respeto y distinción, ríen con timidez, se miran a los ojos de forma directa, hacen uso de una coquetería infantil, pero ante todo cómplice. La iluminación amarilla y el intenso olor a perfume inunda cada espacio del salón. Son los resabios de una tradición de trato y seducción de las películas del cine de oro en México. No hay jóvenes que alteren este trato relajado y envolvente; hombres y mujeres se saludan sin discriminación, cambian de mesa constantemente, se reciben con dulzura; bailan, sonríen, son almas felices por bailar y estar juntos, emanan la belleza y felicidad de los adultos en plenitud.

Al frente en el escenario, una orquesta de nueve hombres es comandada por una hermosa mujer madura de pestañas negras y gruesas. Su pelo en chongo, afila su rostro. Su potente y melodiosa voz y el hábil manejo del güiro decorado con la bandera de Cuba, permite verla como una reina que exige la ejecución de los mejores pasos de baile. Emociona ver su seguridad, satisfacción y presencia alegre y enjundiosa. Luce un pantalón negro de tela fina, una falda-vestido negro, en cuyo frente destacan un conjunto atiborrado de flores amarillas, naranjas y, de forma prominente, rojas. Sus zapatos negros con tacones, más altos de lo común, están sujetos por una pulsera en la espinilla baja, por el frente asoman unos dedos y uñas gruesos pero estilizados. Su rostro moreno de rasgos fuertes, son un marco perfecto para sus labios pintados de rojo intenso. Sus ojos se entrecierran con las letras de la melodía, las manos juguetean constantemente, hace giros con la cabeza y, de tanto en tanto, mira a los músicos y con un simple gesto da una indicación, da pequeños pasos y hacen un cuadro armónico bailando, mientras canta: “mira como suena mi sonsito, para que lo bailen los viejitos …que si me muero vente conmigo…gózalo mami”. Mientras canta y baila, el público le hace señas, ella responde y sonríe.  Me observa con un coqueteo discreto, me arrasa con su mirada, da un medio giro, me da la espalda, continúa rasgando el güiro, sus manos lo vuelve un gesto casi erótico, mientras yo he quedado embelesado.      

Una de las distinciones más claras entre las orquestas que tocan cumbia y son, es la guitarra tres acústica; para el son es imprescindible, ya que en ciertos momentos guía la melodía y exige una ejecución perfecta, su velocidad mantiene una cadencia que hace mágico el baile. El guitarrista, calvo, vestido completamente de negro, corbata roja (como la mayoría del grupo), el instrumento casi pegado a la axila jamás demuestra dificultad o ensimismamiento, mantiene una bella sonrisa y una expresión de tranquilidad, dirige miradas dulces a los bailarines, acomoda el diminuto micrófono adherido a la guitarra y siguen tocando. Goza de forma plena el oficio. Me mira y hace un gesto amistoso y de agradecimiento. 

A pesar de tratarse de un teclado portátil y pequeño, el pianista toca como si fuera un costoso y fino instrumento. No se distrae, no mira al público, se concentra en las teclas, sus dedos ágiles, como delgadas piernas, corren sin moverse, genera un ritmo cadencioso y firme. Sus hombros se mueven de arriba abajo. Repentinamente los dedos corren infantiles, llegan a un precipicio, y como dos pulpos agitados, saltan, cual clavadista olímpico, se enciman locos…los sonidos son una primavera abrumadora. Su cuerpo se relaja y descansa…es el baile del viejito. Su gesto duro indica que se concentra en lograr el efecto que exige su cantante, quien lo mira de vez en vez y aprueba con un gesto de agradecimiento.    

De lado izquierdo a la reina del escenario se encuentra el responsable del “cencerro”, quién con una baqueta da golpes secos al acero en intervalos repetitivos, es como una campana gutural, parece un sonido aislado, ajeno, pero el sonido da marco a los límites de la melodía. El maestro ejecutante tiene movimientos de boxeador, se agacha esquivando golpes imaginarios, se mueve de atrás hacia delante y viceversa, además es la voz que da fuerza a los coros; su pelo despeinado, su corbata rosa, lo hacen ver involuntariamente como un simpático cómico.         

En la parte trasera, en segunda fila, casi en la oscuridad, se encuentran dos trompetistas, parecen gemelos física y musicalmente; por no estar frente público tienen una libertad juguetona. Se encuentran desaliñados, su aspecto es un tanto sucio, parecen perezosos. Sus sonidos expresan una poderosa fuerza, rugen una y otra vez, emiten estridencia elegante que retumba y despierta a cualquier bailarín enamorado de ojos cerrados.   

Un señor espigado toca la tumbadora, un platillo metálico y un cencerro de plástico. La camisa y el pantalón son una talla más grande para su cuerpo. El sudor que resbala de su robusta cara hace que las gafas que usa lleguen al filo de la nariz. Los brazos parecen descomunalmente largos, en parte porque levanta las batucas hacia el techo y las deja caer frenéticamente. Mueve de forma constante y ondulatoria su tronco corporal, sin mover un solo pie, mira de arriba hacia abajo, por momentos golpea de forma seca el anillo de acero que cubre la tumbadora y emite un sonido metálico con un ritmo pegajoso. Repentinamente su rostro adopta seriedad y el cuerpo rigidez, da pequeños pasos de un costado a otro y sonríe con la mirada perdida al frente. 

El maestro del bongó es muy discreto -sólo toca uno, cuando lo usual es que sean dos-. Se encuentra al fondo del escenario y vestido completamente de negro, sin corbata refulgente, no parece tener rostro, sólo se observan los contornos de una boina negra y el sonido de las palmas chocando con la panza plástica del instrumento. Su presencia se hace evidente por el movimiento incansable de las palmas de sus manos, parecen una paloma que no puede volar y desesperada agita las alas. 

El bajista es el más conmovedor de todos los músicos. Es imposible no verlo como un oso pequeño: baja estatura, boca ancha, dulce, serio, sin gestos, quijada caída, cabello negro pulcro y alborotado, corbata roja mal anudada; se encuentra recargado en la pared, mueve los dedos mecánicamente. No deja ver ninguna expresión, no baila, no se mueve, no mira a nadie, no busca aprobación, no cambia de posición. Con la mirada y los labios clavados al piso mueve los dedos, su seca expresión demuestra que no todos son festivos.                                

En la completa sombra hay un asistente joven, atento a cualquier contingencia. Se mueve con excesiva precaución, casi con miedo de romper un objeto delicado, pasa de un extremo al otro del escenario. Es rápido y ágil al mover los cables, sujetar las bocinas, acomodar las partituras, mirar a cada uno de los músicos, parece una lagartija vestida de negro, vivaracha, huidiza. 

Abajo del escenario las parejas sonríen, hablan entre sí, miran a la reina, le envían besos, la reconocen, mientras dan giros y pasos lentos, elegantes, exhaustos por la edad; calvicie y canas, cabezas que se mueven en pausas, vestimentas limpias y sonrisas discretas, se sincronizan con la música y los movimientos de la orquesta, es una primavera del otoño, a ritmo con el son de los viejitos. Un momento después se anuncia el cierre del salón.  

Es un gran sábado de noviembre de 2021. Salgo a la calle, hay noche fresca, camino y sigo cantando en silencio es el son de los viejitos.   

 

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