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Ciudad de México: Alameda, rock y dolor amoroso [Narrativa]

ESCULTURA_ALAMEDA_CENTRAL

Félix Martínez 

Estoy ansioso, miro con obsesión el calendario: es ya miércoles 8 de septiembre. La cita será a las 19,30 hrs. Confundo el tiempo, diez minutos son largos, una hora es corta. Mi estado de ánimo rápidamente pasa de la luz a la oscuridad. Nunca es fácil mirar de frente a la mujer con la que se construyó un mundo y se esperaba mantener esa unión hasta la muerte. Después de un año de separación acordada, hoy dentro de tres horas y media por fin veré a Lucia. 

Me revuelvo en la silla. Las últimas palabras que cruzamos me las repito una y otra vez, buscando un indicio que me calme.  El único refugio es leer una y otra vez algunas líneas del documento que mantengo en mis manos. Quisiera mostrar seguridad personal frente a la situación que se avecina, pero no puedo. Soy una catarata de recuerdos sin esperanza. Sé que el amor es tan delicado que cualquier rumor, mirada o sonido lo puede unir o romper para siempre. Adelanto mi salida rumbo al Centro Histórico vagar en mis pensamientos y no morir de ansiedad.  

Camino 6 cuadras. Abordo el Metrobús y subo al segundo piso. Las calles pasan sin mayor sorpresa mientras el vehículo avanza por la avenida Reforma. Repentinamente, escucho, en el primer piso, una canción distorsionada por el alto volumen de un aparato. Es extraño, está prohibido a los conductores escuchar música. La música anda y sube por la escalera. Se trata de una pequeña y humilde mujer que carga en sus manos una pequeña bocina. Se sienta en la última fila del Metrobús. Sin ningún recato empieza a cantar feliz y repetir las frases de la melodía. Se trata del viejo bolero Sin ti de Los Panchos que me remite a la niñez.  

Tres estaciones más y bajo hacía la calle. Mientras camino Avenida Hidalgo me dejo llevar por mis pensamientos. Encuentro un cauce para mis ideas mientras me acercó a la arboleda. 

Al pensar en el bolero me pierdo en mis pensamientos. Pienso que los citadinos (quizás debía decir los mexicanos) tenemos una extraña relación con el pasado musical. La innovación se agota pronto y escuchamos nuevas versiones de viejas canciones. Por ejemplo, el rock nacional le hace homenaje, rayando en el aburrimiento, a cantantes muertos, especialmente a los románticos. La humedad y el moho son nuestro ambiente musical más natural. Sorprende que haya melodías que nunca pasan de moda, el slogan de una estación de radio, la música que llegó para quedarse, aplica a todos los géneros del gusto popular.     

Olfa Furniss, un viejo amigo escoces, me dijo hace tiempo: En la Ciudad de México se escucha un tipo de rock que ya nadie en otra parte del mundo lo hace. Es una situación extraña, sorpresiva. En los camiones o peseros, pero también en muchos comercios populares, The Doors o The Beatles suenan todo el día como grabaciones recientes. En ninguna parte de Europa ocurre algo similar.     

La sentencia universal todo pasado fue mejor, en nuestro caso, es un tatuaje sentimental. Nos es ajeno el futuro. Nos solazamos en letras dolidas y amargas, que, incluso siendo festivas, suenan a dolor y llanto incontenible. Lo añejo es nuestro compañero en la vida diaria.  

Juárez es quizás la avenida más hermosa y corta de la ciudad. Caminando por el lado izquierdo, en línea recta hacia el Zócalo, se encuentra la bellísima y popular Alameda Central, escenario de un sinfín de actividades espontáneas que ocurren día a día (baile, canto, merolicos, vendedores de flores, ligue, imitadores, patinadores, entre otros). En la acera del lado derecho de la avenida, desfila un conjunto de reliquias arquitectónicas, discretas, confrontadas con otras más contemporáneas, mientras un mar de gente va y viene al mismo tiempo; en algunas zonas, flotan sonidos altos y distorsionados que salen de los bares o restaurantes. A pesar del rudo contraste, el espacio inmensamente abierto y ventilado, como pocos en la zona, genera un profundo sentimiento de armonía. Me detengo y pienso: ese hermoso espacio bien podría ser rebautizado con un nombre poético, algo así como, por decir algo, Camino de Blanco Mármol, De Luz Perpetua Ceniza.    

Ando sobre la acera de la Alameda, observo a las parejas de enamorados acariciarse sin timidez entrelazados en las bancas de hierro fundido. Me empecino en mis pensamientos. La banqueta formada de rectángulos grises brillantes, en diferentes tonos, producen la falsa sensación de piso mojado y reflejan la luz tímida de los faroles que envuelve al espacio por la llegada de la suave noche. La gente no parece tener prisa. Esta sensación de calma colectiva disminuye la agitación que me invade. De forma discreta, y confundidas con el color verde, se encuentran, casi en el límite de la zona arbolada, las estatuas en bronce que expresan los deseos de la clase gobernante del Siglo XIX de tener un paseo francés. Son bellas y al mismo tiempo tenebrosas. Resulta todo un acontecimiento visual El gladiador con espada, quien lleva un gorro frigio (símbolo de la revolución francesa y del poder del pueblo y el ciudadano) y una espada mutilada; unos pasos más adelante se encuentra la Réplica del Magre Tout XVII (1898), se trata de una mujer encadenada y atada una extraña mole de bronce verduzco sin forma, que de acuerdo con su autor, es el símbolo de la libertad coartada -al verla, pienso, que debería ser uno de los signos del feminismo radical que ahora se desplaza por las calles de la ciudad, exigiendo precisamente, que no se estrangule su libertad de género. Existen algunas otras que es difícil conocer su origen y mensaje artístico, están allí invisibles y ajenas. 

Frente al gladiador, recuerdo que hace tiempo me propuse no andar con prisa al visitar el Centro Histórico. Son demasiados colores, edificios, situaciones, personas y contrastes para ser indiferente o ignorante al espacio. Esta actitud de calma inquieta me da extraordinarios resultados, he identificado detalles arquitectónicos, y sobre todo rasgos particulares de los visitantes y de los habitantes del área, incluyendo a las personas en situación de calle que duermen desde muy temprana hora. 

Observo el reloj de la Torre Latinoamericana, son las 18:35 hrs. Por fin calmo mi estado de ánimo. Mi ensimismamiento por la arbolada Alameda se rompe de forma cruda. De lejos llega un tambor batiente, una guitarra estridente y una voz forzadamente aguardentosa. Es un sonsonete mil veces escuchado. Cruzo la calle, camino de prisa hasta dónde encuentro un círculo de personas que mueven la cabeza, aplauden y bailan al ritmo de la famosa pieza La Granja del grupo de rock ZZTop.  Son cuatro integrantes de la banda de rock. 

El cantante, alrededor de 45 años, con expresión orgullosa e imagen de hippie, toma el micrófono firmemente con ambas manos, lo acerca a sus anchos labios, reclina la cabeza hacia atrás, con lentitud mira hacia el cielo, mece su pulcra, larga y rizada cabellera, con un aire de vanidad abierta y lanza un canto forzadamente rasgado. Un chaleco estrecho, abierto y descolorido, satinado en la parte trasera, disimula su panza media, debajo sobresale una holgada camiseta de manga larga y cuello mao en cuyos botones cuelgan unos anteojos de gota color violeta; usa pantalones rasgados en los muslos (corte discreto tipo pata de elefante) y doblados en la espinilla; sus zapatos son viejos y anchos (parecen huaraches). Sólo tomando atención, se observa su rostro regordete, pero lo que domina su personalidad es su forzado movimiento ágil y juvenil; mira a los lados, seduce complacido a su público. 

El sonsonete se rompe por un agudo e intenso sonido de guitarra. El guitarrista, flaco y muy alto de estatura, sale a la escena principal. No es posible apreciar su rostro debido a que de su cabeza cuelga una voluminosa cabellera (como heno navideño). Se aprecia una camisa de formas garigoleadas de múltiples colores, además, encima, una segunda camisa de mezclilla. De su cuello pende un holgado lazo de cuero con una gran piedra azulada. Los pantalones son negros y entubados, usa zapatos negros largos y anchos. Mira de vez en cuando su atril y partituras, mientras se emociona al hacer chillar largamente la guitarra. Se balancea de arriba abajo, mientras se encorva, y rasga la guitarra de forma prolongada, de pronto regresa a su discreto lugar detrás del cantante.

Imposible no imaginar al baterista como un viejo rockero. Por las gesticulaciones de su boca (movimientos desordenados por la ausencia de dientes) puedo decir que tiene alrededor de 70 años (su rostro podría confundirse con el del bajista del grupo inglés The Who). Es muy delgado y de baja estatura.  Usa una gorra tipo brixton de lana, una chamarra de mezclilla con el cuello levantado y un pantalón con un gran orificio a la altura de una rodilla. De forma discreta demuestra sus años de músico, serenamente da redobles fuertes a los tambores y, repentinamente, hace un “galope” con las orillas metálicas, se trata de una breve pausa de la melodía. Verlo me genera una sensación de frío.      

Da gusto ver a una hermosa mujer tocar el bajo. Con mucha seriedad toca el instrumento. Mira su atril y las partituras con insistencia. Un ligero viento mueve sus delgados cabellos negros. Tiene un rostro afilado, armonioso, color miel. Su expresión es de niña laboriosa. Es alta, delgada, ligera. El instrumento es demasiado largo y pesado para sus delicadas manos, su dedos delgados se mueven con una extrema sutileza, rozan las cuerdas. Mira con timidez a sus compañeros; nuevamente los cabellos se agitan y cubren parcialmente su cara. Hace pequeños vaivenes con el cuerpo. Lleva un saco ajustado de pana negra, un pantalón recto negro de mezclilla, sus botas tipo militares sobresalen de la vestimenta, son muy de moda porque están adornadas de grandes flores bicolores. Su pañoleta de colores pálidos (naranja, amarillo, rojizo) resalta su austera belleza. Mientras toca y mueve dignamente su cuerpo, los cabellos y la pañoleta adquieren un movimiento conjunto, son como olas mansas en un aire tranquilo. La conjugación fugaz de su figura, sus dedos en movimiento, su vaivén corporal y su expresión sencilla, hacen luminoso el momento. Al verla con detenimiento pienso: es el deseo de amor o el amor pasado.        

Al terminar La Granja no sorprende que la siguiente pieza sea Enciende mi fuego de The Doors. Me invade nuevamente la ansiedad.  

Reanudo mi camino sobre la noche que absorbe las últimas flechas de luz. Vuelvo la mirada hacía donde se encuentra el Monumento a la Revolución, y veo, como flotantes pompas de jabón, a las nubes desapareciendo en un lejano horizonte desfalleciendo en azul.        

Esperé más de hora y media. Mientras el tiempo avanzaba la herida crecía. Ya no había ansiedad sino una profunda melancolía. No prestaba atención a los otros parroquianos del café. Me dolían las costillas; no sabía cómo interpretar mis dolores. Me costaba trabajo imaginar que ni un ligero sentimiento de compasión tuviera Lucia al pensar en mí. Estaba allí inerte, solo, hundido en un silencio interno que me ahogaba la mirada. Salí del café, la noche caía sobre mí como paladas de tierra. Camine ciego y sordo. A lo lejos, yo mismo me vi perdiéndome por la calle de Madero.

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