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Bailarín de la Ciudad de México [Crónica]

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Félix Martínez 

Es jueves. Atardece con sol tibio en la avenida Juárez de la Ciudad de México. Frente al parque de la Alameda, sobre la acera del lado izquierdo al número 60, se encuentran un viejo edificio del Siglo XIX: aún conserva su fachada rosa, deteriorada, de columnas estilo corinto que distinguía el viejo gusto por la arquitectura europea, sus dos pisos superiores cuentan con ventanales en forma de arco, sin cristales, y de adornos de mármol, los cuales están roídos y manchados de mugre. Sin el trajín de mediodía de multitudes apresuradas, la acera se encuentra apacible. Enfrente de las ruinas se forma una pequeña multitud bulliciosa, se trata de un público que escucha a un grupo de rock itinerante. Los músicos parecen fastidiados: los golpes al tambor de la batería son desangelados; los guitarristas emiten notas débiles; el cantante mantiene el cuerpo rígido, la mirada extraviada, y emite sonidos mecánicos; en conjunto ejecutan una pieza sin fuerza, dando la impresión de que sólo buscan obtener algunos pesos. Lo asombroso es la emoción de su público: bailan y cantan en forma alocada. Hay un choque entre los músicos apáticos y el público festivo. 

El público se encuentra organizado en tres irregulares círculos: en el primero, cercano a la orilla de la avenida, están las personas que miran con asombro a los bailarines y musitan la letra de la melodía; en el segundo se encuentran los que dan saltitos y tocan una guitarra invisible; y, en el último circulo, de frente al grupo de rock, se encuentran un pequeño grupo de personas que ejecutan con una energía desbocada sus pasos de baile como en un trance religioso. En este último grupo, por su aspecto, la mayoría está integrada por personas “en situación de calle”, son desinhibidas y bulliciosas, y parecen habitar en un tiempo distante, casi primitivo. 

Entre el jolgorio y las carcajadas, más sonoras que la música, destaca una persona más que cualquier otra, es el centro de atención y dueña del escenario. Su apariencia en conjunto es una combinación de cuerpo salvaje y actitud infantil. Su rostro luce brillante y tiznado; la boca, bordeada por una barba gruesa con borlas, sólo se aprecia cuando ríe, mostrando la ausencia de dientes laterales; en su cabeza, extremadamente grande, hay tajadas irregulares de pelo tieso; usa pantalones blancos ennegrecidos en extremo ajustados y cortos para sus largas y fuertes piernas; viste una playera amarilla infantil que permite mostrar su vientre musculoso; calza tenis negros con pequeños orificios en el frente, por los que se asoman unos enormes y toscos dedos. Su cuerpo tiene un ritmo extraño, ajeno a la música: aviva el oído, ríe continuamente y mira al cielo haciendo gestos bucales severos. Su danza es vertiginosa: hace varias cuclillas rápidas, para, de pronto, hincarse y apoyar los dedos en el suelo; mueve  la cadera de un lado a otro, ladea la cabeza y salta violentamente,  mientras cae al piso cierra los ojos, se yergue y estira el brazo derecho en dirección al cielo; luego, sobre un pie, da un desequilibrado giro de 360 grados, se controla y mueve los brazos haciendo movimientos semicirculares, infla los cachetes y saca el aire en repetidas ocasiones, mira sus manos y forma con los dedos un símbolo extraño, para en seguida mover el vientre de adentro hacia afuera con fuerza, sin malicia. 

De pronto, la música se detiene y los músicos se despiden, el danzante sorprendido levanta una mano en forma de triunfo, vuelve la vista sorprendida a sus compañeros bailarines y saliva, mientras mira orgulloso al público. Muestra una alegría intensa. Una sonrisa sigue a otra hasta emitir una ruidosa carcajada como caudal que lo llena de júbilo y da la impresión de olvidar dónde está y lo qué ocurre. Su dicha le inunda el rostro casi hasta las lágrimas. Su alegría parece ajena, distante, ensimismada. El público disminuido, lo anima con aplausos, mientras él suelta carcajadas. Parece no afectarle nada, ni la burla ni la mirada inquisidora de los transeúntes. Vive una felicidad parecida a la de un niño. Es un ser feliz sin historia. Levemente afectado, inicia un diálogo con un amigo de baile. De pronto, a lo lejos, sobre la misma acera, se escucha una melodía, se trata, sin duda de otro grupo callejero. Al escucharlo, el bailarín empieza a correr locamente aplaudiendo en dirección a la música. 

 

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