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Amar y bailar: llorarás y llorarás…

bailando felix martinez

Félix Martínez Ramírez

Es sábado seis de noviembre de 2021. Son las 20,30 hrs. Mientras viajo en el metro para acudir a mi cita, pienso que la pandemia es un hachazo a la vida. Los salones de baile se convirtieron en lugares prohibidos. Volver a un salón de baile me trae una cascada de recuerdos. Con aire melancólico, pienso que el ritual de acudir a escuchar música y abrazar a una pareja se esfumó como polvo. A partir de los últimos dos años, sin darnos cuenta, un tiempo y estilo de vida se acabó y ahora surgen como recuerdos de una felicidad inconsciente. Recuerdo que mi viejo amigo Uri, citando a un poeta, proclamaba en aquellas tardes de bebida y conversación: la felicidad es como la alegría o semilla de amaranto: diminuta, suave y delicada; es decir, es simplemente el fruto más pequeño.

Con temor me arrincono en la puerta del metro, miro las rayas que la velocidad dibuja en el túnel. Cierro los ojos, recuerdo el acto de apretujar levemente por la cintura a Eugenia al bailar, mientras me tomaba de la mano y nos encontrábamos visualmente enamorados; esas imágenes son una herida aún abierta. Eugenia me sedujo por completo, ningún resquicio dejo sin tocar; sus sonrisas estridentes y los movimientos, aún dormida, de los pies en la cama, los sábados por la mañana, me invaden ahora de nostalgia.  No queda más que recordar la alegría de ese tiempo ahora lejano.

Las múltiples historias de amor frustrado me han enseñado que, con el paso del tiempo, amar es bello y que, a pesar del dolor, es indispensable para vivir pleno. Durante las últimas décadas, seguí al pie de la letra la frase de unos de mis escritores consentidos: no es posible ir hacía el amor con un puñal escondido en la mano. A pesar de la desesperación, esa bella idea me produce orgullo positivo y humanidad, pero también me confirma el inicio de la vejez. Ahora, huelo con seguridad a añejo, como aquellas casas húmedas habitadas por viejos, que a pesar de que las bañe la luz, permanecen oscuras por las vidas que han pasado.  

Acordar con Fernanda, mi gran amiga de la juventud, de buscar un lugar para bailar, me saca de mi ensimismamiento cotidiano. El deseo de bailar se convirtió en un resorte inesperado. Imaginar nuevamente a parejas dando giros, moviendo el cabello y sonriendo, es también una forma de enfrentar mi dramatismo personal. Es buscar alivio y vitalidad.

Salgo a las 21 hrs. apresurado del metro Xola, miro a lo lejos el auto, camino lleno de emoción infantil, subo. Andamos por la Ciudad buscando un lugar abierto para bailar.   

Llegamos a un salón de baile en la esquina de Puebla y Frontera, en la colonia Roma. Con azoro y cierta incredulidad, exclamamos: ¡Está abierto! Entramos, hay cambios en la organización del lugar, ahora lo cubre una oscuridad aún mayor sólo atenuada por breves rayos de luces amarillas y verdes. Una silueta femenina nos acompaña a una mesa. Sentados pedimos de beber y comer. Nos sentimos cómodos. Un grupo de músicos toca suavemente. Entre siluetas y rostros cubiertos de cubrebocas damos nuestros primeros pasos, giros y más giros llenos de alegría. A pesar de la rigurosa instrucción de no quitarnos nunca el tapabocas, con el ambiente encapsulado, las parejas en la pista ocultamente ríen, recargan sus cuerpos, crean un suave clima de seducción. Huele a amaranto. 

Sentado veo a Fernanda sonreír y mirar a su alrededor curiosa. Está contenta, como yo. Se anuncia la llegada de una nueva orquesta. Cierro los ojos ensoñado. Sorpresivamente, escucho el estruendo de un trombón que anunciaba el nuevo set. Imagino: el trombón sacude y arrastra a las parejas hacía su centro, como un cuerno de la abundancia. Me veo engullido por la boca del instrumento. Me jala el cabello y succiona sin remedio. Abro los ojos y miro asombrado al escenario.

Al frente de la orquesta está una enorme mole humana sentada en una pequeña silla. Es un músico, con un trombón rojo en la boca, que infla los cachetes a punto de romperse como dos globos de carne lisa y morena que desfiguran su rostro. Tiene ojos diminutos. Suda de forma estrepitosa y en momentos breves emite una sonrisa apenas perceptible. Su cuerpo inmenso trasluce tres lonjas en la casi oscuridad: una es el rostro, otra el cuello y una última la panza. La cabeza de color negro y gris está casi completamente rapada.  La vestimenta es improvisaba: pantalón negro (cuyos bolsillos están tensos y deformes), sudadera gris ajustada (con bolsa estilo canguro rellena y capucha englobada en la nuca) y zapatos negros grandes y deformes. Por momentos no toca y surge una expresión infantil; los labios le cuelgan hacia afuera de la boca. Se mueve pendularmente como reloj de pie; sus gruesas manos, como garras de oso, manipulan al trombón como un juguete; agitado, descansa su rostro en el hombro. Repentinamente toca el instrumento con una mano, mientras la otra cae de forma siamesca hacia su cintura trasera. Fastidiado mira condescendiente al cantante (parece que tuvo un fallo imperceptible), molesto toca aún con mayor fuerza, hace el coro de la melodía, grave, desaforado, y deja seco el ambiente. Todas las guapachosas piezas están elegidas para destacar el trombón. Al final de Llorarás y llorarás de Oscar D´León, hace un gesto incómodo, como de puchero de niño regañado, mientras sacude el instrumento. Tiene una actitud majestuosa, imbuye respeto y solemnidad. Muestra un carácter inigualable. El director de la orquesta incluso lo ve con profunda admiración y subordinación. El final llega. El director se despide, sus palabras se enciman con los insistentes sonidos rudos del trombón que no cesan. Escucho decir a Fernanda: mi hijo quiere dedicarse a tocar el trombón.

Salgo del trance, miro hacia la puerta y veo entrar a una pequeña anciana; camina con excesiva lentitud y fragilidad, dos personas la apoyan. Se encuentra ataviada íntegramente con un vestuario rosa. Un desproporcionado moño sobresale de su cabeza; un alto peinado, tieso y café, hace contraste con un rostro lleno de arrugas, pero con un color fuertemente bronceado; los labios rojos intenso resaltan la boca, incluso de forma grotesca. Su vestido es de una época vieja, olanes caen en sus brazos, olanes cuelgan del pecho. A lo lejos se aprecian sus zapatos rosas de tacón y olanes al frente. Sonríe tiernamente mientras avanza hacía una mesa al costado del escenario. Se sienta. La veo y pienso que es dulce y valiente salir a bailar a su edad con ese magnifico vestuario. No deja de sonreír con enorme dulzura. La rodea una aurea vaporosa, pero al mismo tiempo tierna. No dejo de admirarla mientras pienso, que la diferencia entre una vejez opresiva, lastimosa y fracasada puede ser evitada por el baile. Conservar el alma y el ánimo lleno de gozo hasta el último momento debe ser la diferencia entre triunfar o fracasar como ser humano. Mientras la miro me pregunto: en qué momento me contagié de tanto dramatismo, en qué momento pensé en la tristeza como sentimiento apreciable; en qué momento consideré que el pesimismo es una actitud interesante.  De pronto recuerdo el libro La Conquista de la felicidad y la forma ridícula como su autor describe el síndrome de la congoja y la tristeza como una enfermedad voluntaria. Miro a la dulce viejecita y no puedo dejar de sentir pena por mí. Me miro y soy gris, incluso al vestir.    

Me levanto al baño. Al volver busco a la dulce heroína y no la encuentro. Entre la oscuridad, repentinamente, escucho una potente voz; es firme y melodiosa… Se oyeeeeee el rumorrrr de un pregonarrrrrrrrr, que dice así: el hierberitoooo llegoooo, llegoooo, azúcar…Es Perla del Caribe (imitadora inigualable de Celia Cruz). La voz transfigura el rostro, lo embellece. Es rosa el ambiente. Un rayo de luz rodea el rostro, se ven las partículas flotar brillantez, sus brazos gráciles se mueven sin esfuerzo, con los dedos hace gestos contundentes, su voz se estrella contra la bóveda del salón; mira su dedo índice y lo dirige a las palabras mientras suelta un canto enfático; la cadera se desplaza centímetros; la cabeza hace un vaivén; el enorme moño rosa mueves sus pliegues. Los músicos son sólo sombras bajo un paraguas melodioso. Hace una mueca, el rostro se empequeñece; veo el color de la uñas rosas aleteando suavemente; su cuerpo no es más enjuto, crece sin control; salen volando ecos graves y agudos destripados; se abraza a su postura; no hay remanso, todo va explotando, todo lo arrasa una voz sin años, sin tiempo, sin temor; su mirada se encandila con las sombras de los bailarines sin rostro en la pista; los leves movimientos de los olanes la hacen flotar, son residuos de olor a rosas… Traigo hierba santa pa’ la garganta…canta.Siento un escalofrío vivaz en el cuerpo, un impulso que choca con su voz, hay colores en mi aliento; los pesados párpados me oscurecen; la boca jugosa se mueve; los dedos se hacen palabras; las palabras se hacen mudas; los pies están engarrotados; una gravidez inmovilizante me cubre; una pesada alegría me oprime; mis nervios estirados intensifican los olores. Miro a Fernanda con gratitud. No quiero bailar, prefiero suspender el tiempo, grabarlo en mi nuca, tatuarlo en mis ojos, llevarlo al rellano bronceado; me glorifico con ramas rosas; me orillo a la eternidad de la luz. Miro mis manos goteando de amaranto. Hay una lluvia de amaranto. Es nube rosa la voz de Celia o de Perla… es arbusto rosa, frondoso, acariciado por sus hijas aún verdes. La espiga madre tiene olanes rosas, frutos recién nacidos rosas; rosa se yergue la madre, es fértil, rosa, rosa, rosa, rosa es la vida, la vida. Eugenia era rosa.

Salimos a las 23:45 hrs. Nos abrazamos, sonreímos. Fernanda se pierde en su coche. Me subo al taxi. La Ciudad es bella. Reforma es luminosa. Cierro los ojos e imagino un cuerpo rosa junto a mi… 

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