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Ahora sí [Narrativa]

Cuento-Ahora sí

Federico Martínez 

Sólo escuchó el fuerte golpe. La puerta se había cerrado de forma abrupta. Nuevamente la voz chillona y fastidiosa de su madre se colaba por entre las delgadas sabanas. Se incorporó de la cama, no durmió bien por la tensión. Con cansancio se vistió: pantalón de cuadros gris, camisa blanca y suéter verde; sentía que lo cubría una piedra; el uniforme escolar acentuaba su nerviosismo. Bajó las escaleras de concreto estrellado y entró a la pequeña cocina que también se usaba como comedor. Como autómata tomó el ardiente té de limón, comió con desgano una concha de chocolate. La risa de su hermana le fastidiaba, ocultamente sabía lo que venía. Se escuchó el grito de Marcela desde la estufa, indicando que ya eran las 7:30 y tenían justo el tiempo para llegar a tiempo a la escuela. Tomó la torta que le ofreció Marcela, se alisó el cabello y salió empujando a Eneida. Al salir por el pasillo del vecindario, escuchó esa vieja canción de desamor que con toda fuerza su vecino cantaba acompañado de la radio. El miedo le produjo un frío electrizante al salir a la calle. El sonido de un camión de carga que pasaba le crispó nuevamente los nervios. Hasta ese momento notó que las manos le sudaban y estaban empapadas. Miró en ambos sentidos de la calle y tuvo deseos de regresar a su cuarto. No podía más que cumplir con lo prometido. Tomó aire y caminó por la banqueta amarilla. Observaba el movimiento de las hojas de los árboles para distraerse. El sol iluminaba los techos descarapelados de las casas. El grito de apuro de Eneida, lo sacó de sus pensamientos. Disminuyó la velocidad de su paso, mientras se alisaba el uniforme vio desaparecer a su hermana. Recordó el día anterior y pensó: nada habría pasado si, como de costumbre, mantenía la mirada en el piso y dejaba que las risas se apagaran; al final sus orejas grandes, su nariz chata, “de chile relleno”, y el cabello negro y alumbroso no eran los motivos de la burla de sus compañeros. Sabía que la verdadera razón de su saña eran su disciplina y dedicación al estudio. Mientras caminaba, miró a lo lejos un grupo de figuras deformes flotando, conforme avanzó tomaron forma en cuerpos gordos y flacos. La inevitable pelea sería en el terreno baldío de espaldas a la iglesia. Allí estaban el Pato; Memín; Ricardo, el sopas; El gato; Arturo, el vampiro; Ernilo, el huarache; y el terrible Manin. Se acercó lleno de angustia, mientras un temblor le invadía nuevamente el cuerpo. Al pisar la tierra, bajo la mirada y escuchó, como una parvada de pájaros, los insultos de quienes lo esperaban con ansías. Podía correr a refugiarse en la iglesia, como cuando tenía miedo, pero, de pronto, vio de frente al Manin. Fugazmente recuperó sus pensamientos de la noche anterior: “el Manin te va a partir toda la madre, trabaja, al salir de la escuela, ayudando a su papá en la hojalatería, siempre está golpeando con un martillo los piezas de metal, además está acostumbrado a las madrizas que todos los días le pone su papá”. El sonido ronco de la voz del Manin lo hizo consciente de la situación: “ahora sí puto, que me dijiste ayer, que era un pinche burro que no aprendía nada y que me aprovechaba de mi tamaño”. Era la verdad. Sin darse cuenta se creó un círculo polvoso a su alrededor. Sintió un golpe en la cara y cayó en la tierra, el hueso cercano a su ojo izquierdo adquirió una dureza hasta entonces inadvertida; descontrolado, recibió una fuerte patada en el muslo; se acurrucó, esperando la llegada de la siguiente patada. Las risas estallaban entre la bruma del polvo, mientras las lágrimas nacían en su estómago. Sin saber cómo, miró la punta del zapato de obrero que venía a su pecho y lo agarró con todas su fuerzas, encajó los dientes a la altura de la espinilla, el contacto con el hueso le produjo un intenso dolor que se transmitió a toda su boca, pero mientras más golpes sentía más apretaba los dientes. En un instante jalo la pierna y vio caer el cuerpo del Manin frente a su rostro, tomó nuevamente fuerzas y soltó un golpe que pegó en la dura oreja de su contrincante, después, sólo oyó un grito y las risas que deambulaban entre los rayos del sol. En ese instante dejo de tener miedo. Hincado en la tierra, sintió un par de patadas cada vez más débiles; repentinamente agarró un puño de tierra, se levantó de un salto y se lo arrojó a la cara del Manin, y aprovechando el momento de sorpresa, con todas sus fuerzas empujó el cuerpo de su contrincante que hizo que los dos cayeran en la tierra. Las risas y los insultos de los espectadores se oían lejanos en la tolvanera. Tirado en el piso y con el sabor de las diminutas piedras entre los dientes, se impulsó y estrelló su cabeza contra la entrepierna del Manin mientras recibía una tanda de golpes por todo el cuerpo. De pronto todo cesó.  Mientras sentía un dolor suave en el muslo de la pierna derecha y un hilo de sangre le escurría por la nariz, escuchó, como eco lejano, la voz del Manin y del grupo: “pinche puto; culero; peleas como las niñas, muerde a tu puta madre”. Se volvió a acurrucar fuertemente, mientras a lo lejos, escuchó una gruesa voz femenina: “ya déjenlo montoneros”. Vio como el grupo del Manin corrió y escuchó sus voces cada vez más distantes, hasta apagarse por completo. Levantó completamente la cara, reinaba el silencio, acentuado por los rayos de sol. Miraba la tierra mientras le invadía una profunda soledad; le dolían las piernas, los brazos, la cara y la cabeza. Se quedo largo tiempo en la misma posición, tembloroso y sediento. A su mente acudían los recuerdos del pánico que le producía ver llegar al salón de clases al Manin, el escalofrío que le producía el Vampiro cuando escupía en el piso del patio o cuando, yendo en compañía de su mamá al mercado, veía en una esquina al Gato cerrar discretamente el puño. Sintió una enorme ola de calor recorrer su cuerpo. De pronto, un pensamiento surgió como trueno en su cabeza: por fin había ocurrió el terrible momento que tanta angustia le provocaba. Había pasado aquel momento que siempre temió. Estaba allí solo y una inmensa emoción de valentía lo recorrió por completo. Sonrió con fuerzas.  Se incorporó aún turbado, sin darse cuenta, una frase dominó sus pensamientos: “más vale maña que fuerza”. Había escuchado esa frase en la boca de sus compañeros, pero jamás la comprendió bien. Ahora, aquella frase adquiría un significado nuevo y le pertenecía. Ya de pie, percibió que algo había cambiado. Volvió a sonreír. Caminó unos pasos y abrazó al árbol más cercano. Miró el cielo y se dio cuenta que estaba amarillo de luz. Se sacudió la tierra del uniforme. Ya no llegaría a la clase, pero, a pesar de ello, no sintió ni temor ni culpa. Seguro, se dirigió a la parada del camión: iría al Lago de Chapultepec para mirar, como cuando su padre lo llevaba, el agua verdosa y los patos blancos luminosos. Se acordó de su mochila y la busco ansiosamente, estaba en medio del terreno. Llenó sus pulmones con el aire sucio, se irguió aún más y dio pasos imitando a un soldado. Un sentimiento de orgullo recorría sus brazos y llegaba a la cabeza. Echo andar, y sin saber por qué, empezó a cantar una de sus canciones favoritas: I can’t get no, satisfaction, o satisfacción, como la anunciaba el locutor de la radio.

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